Bien Vestido, Bien Recibido. Atuendos en el Virreinato de la Nueva España


La vestimenta era fundamental para distinguir a los diversos grupos en la sociedad del Virreinato de Nueva España; sin embargo, el atuendo no siempre estaba diferenciado entre razas, como se ha querido entender en el mundo novohispano, sino entre corporaciones, comunidades o grupos. Sabemos que la novohispana era una sociedad jerárquica en la que la apariencia era esencial para conservar el orden social y político, además del prestigio y la fama, el cual se basaba en la premisa de «lo que se ve, se es».
Los españoles de cierto rango social, no todos, tenían el privilegio de usar sombrero, capa y espada. Ese privilegio, después de concluida la Conquista, fue otorgado a algunos caciques indígenas, como en el caso de los aliados tlaxcaltecas de Cortés o los descendientes de la nobleza mexica.
Los indios debieron cubrir su desnudez y vestir con calzón y camisa de manta a la usanza europea, para no exhibir sus «vergüenzas». Los antiguos sacerdotes antes ataviados con sus xicolli de fino algodón, con flecos y franjas de colores, según su jerarquía y el dios al que representaban, tuvieron que despojarse de estas vestiduras. Fueron obligados a cortarse el pelo y con ello perder su autoridad, dignidad y privilegios.

Indígenas mestizos.
Aunque el arte plumario fue poco a poco perdiendo fuerza y presencia en la época virreinal, siguió utilizándose en la indumentaria de los nobles indígenas, como los huipiles, que conservaban su sentido ceremonial. Por su parte, esclavos, mestizos e indígenas macehuales debían usar jerga y manta de algodón, aunque hubo quienes las evitaron e incluso solicitaron permiso para cambiarlas por sedas, encajes o sombreros, capas y espadas.

Retrato de 1757 de Sebastiana Inés Josefa de San Agustín, india cacique de la Nueva España. En la imagen se aprecia la riqueza del atuendo mestizo que combina el huipil con accesorios europeos. La doncella pertenecía a la nobleza indígena de Santiago de Tlatelolco. El retrato se realizó antes de que ingresara al convento de Corpus Christi, reservado para mujeres indígenas.
El huipil, prenda ceremonial de la nobleza femenina prehispánica, se convirtió en la ropa cotidiana para todas las mujeres indígenas. Quienes en tierra caliente usaban el cuétl o enredo y el quechquémitl, que dejaban el busto total o parcialmente descubierto, fueron obligadas a cubrirse por completo. Se agregaron listones al cuello y bordados al torso y las mangas. Al huipil se sumó un paño con el cual se cubrían la cabeza antes de entrar a la iglesia. Como adorno utilizaban joyería hecha de cuentas de vidrio, medallones, crucifijos, monedas de plata, collares y aretes de perla a la usanza española. Las mujeres aprendieron a usar faldas con grandes holanes en las orillas.
Para sustituir los lienzos o fajas indígenas se introdujeron botones, broches de metal, varillas, alfileres, hebillas y cinturones, además de abalorios y chaquiras. Estas últimas se sumaron a otros materiales ya utilizados con anterioridad, como el barro, el hueso, las conchas o piedras semipreciosas, como el jade.
Los diversos grupos sociales incorporaron otros elementos y mezclaron objetos de procedencia europea, africana, asiática y americana. Permanecía el gusto por el adorno y el color de las sociedades prehispánicas, pero ahora incorporaban técnicas europeas de fabricación. Por ejemplo, se diseñaban espantamoscas de plumas y huaraches o cactlis. Se confeccionaban chapines: zapatos de plataforma formados con terciopelo o brocado y seda, fijados con clavos de plata, gorgueras de seda, deshilado o encaje. Utilizaban asimismo guantes, como símbolo de distinción, y sombreros, cofias, diademas, cintillos de perlas, mantillas, abanicos de plumas con incrustaciones de concha nácar y seda. Estos últimos no solo servían para refrescarse y ahuyentar insectos; cumplían además con una función comunicativa en el mundo de la coquetería. Cada gesto asociado al abanico tenía un significado: cerrarlo súbitamente significaba un no rotundo, abrirlo de cierta manera y asomar solo la mirada podía significar que había moros en la costa, o golpearse la mano con él denotaba impaciencia.
En un principio las telas más apreciadas eran aquellas traídas de Europa. Los tapices belgas y españoles, asimismo las fajas de raso, las gorgueras, los jubones, las faldillas, las capas, sumadas a las tocas y sayos, causaban un verdadero furor.
Españolas y criollas usaban pesados vestidos con falda, corsé, miriñaque (especie de crinolina rectangular de armazón rígido), bordados con lentejuelas de plata, pedrería con inserciones de raso, seda y terciopelo, que eran verdaderas obras de arte. Estas prendas llegaban a pesar varios kilos y su valor era tan alto que se incluían en las herencias y testamentos. En el caso de los hombres, ciertas ropas y accesorios se otorgaban como trofeos. En los certámenes de la universidad se daban como premio jubones o medias de seda y guantes, además de algún pequeño objeto de plata.

Mulata de la ciudad de México con collar, pendientes y bordados de perlas. Manuel de Arellano (1711).
Pese a que el ganado no existía en Mesoamérica, con el paso del tiempo los indígenas aprendieron a trabajar la lana en el telar y produjeron paños, frazadas, sayales, sacos, sarapes, mantas, túnicas, colchas, cobertores y bonetes, tan ricamente bordados e hilados que, con el correr del siglo XVI, se exportaron a España. Los tintes de origen prehispánico, como la grana cochinilla, el añil y el palo de tinte permitían una gran variedad e intensidad de colores.
La seda fue otro producto que se introdujo a Nueva España muy tempranamente y pronto había criaderos y telares para trabajarla en la Ciudad de México, Morelos, Puebla y principalmente en Oaxaca, en la Mixteca Alta. A finales del siglo XVI, la producción de este tejido decayó por la entrada regular del galeón de Manila, que venía cargado de sedas chinas, mucho más baratas. Telas preciosas que los gremios de bordadores, lisonteros y terciopeleros usaban para aderezar costosas y elegantes prendas, a pesar de su prohibición. Para desagrado de las autoridades, cualquier criado, “mecánico” (artesano) y mujer de “baja estofa”, andaban cubiertos de seda con capas, sayas y mantos, endeudándose y haciéndose pasar por gente de alcurnia, que escondía su humilde origen o su pobreza.
El bordado en oro y plata fue también aprendido por los indígenas. Decoraron estolas, casullas, capas y diversos ornamentos para las celebraciones litúrgicas.
En cuanto a la población de la universidad, los doctores iban vestidos con gabanes, capotes y borlas, según el color de su facultad: verde para Cánones, azul para Filosofía, roja para Leyes, amarilla para Medicina y blanca para Teología. Los estudiantes se cubrían con bonetes y raídos manteos. Solo los clérigos, bachilleres y lectores podían usar sotana. No se les permitía usar calzas ni medias de colores ni de seda, como tampoco adornos de terciopelo o raso en los manteos, sotanas ni sayos.
A su vez, los barberos encargados no solo de cortar el pelo y la barba, sino de hacer sangrías y extraer muelas, debían llevar chupa (chaleco) y calzón corto.
Pero de nuevo, la ruptura de las normas establecidas era bastante frecuente. En la visita pastoral que hizo el obispo de Puebla, don Juan de Palafox, a mediados del siglo XVII, al examinar el estado de su diócesis, para su sorpresa y desagrado encontró en el pueblo de Zapotitlán a unos indígenas que servían en la iglesia vestidos de españoles y “con guedejas en la cabeza, cosa extraordinaria entre los indios”.
Paulatinamente, se introdujeron la rueca y el telar que hicieron más eficiente el hilado de diferentes grosores y que, al ser más ancho que el de cintura indígena, permitía producir piezas más grandes en menor tiempo, las cuales podían ser urdidas por los hombres y vendidas por las mujeres en los mercados.
Las negras, imposibilitadas para vestir como españolas, pero que tampoco podían hacerlo a la usanza indígena, combinaban extravagantes atuendos con enaguas de colores, paños brillantes o paliacates en la cabeza, y aun chapines con clavos de plata. Los negros esclavos o criados en los centros urbanos debían vestir de manera elegante y pulcra, como signo evidente de la bonanza de sus amos. Vestían por lo general una casaca de botonadura dorada y con bordados a la espalda.

Señora principal con su negra esclava. Vicente Albán, 1783.
Una de las prácticas que más asombraban a quienes venían de Europa era la profusión de joyas utilizadas por las novohispanas de todos los estratos sociales, tal y como hemos visto que sucedió con la envidiosa virreina. Perlas gigantescas, esmeraldas, brillantes y rubíes engarzados en oro y plata, adornaban los cuellos, orejas, manos, vestido y cabello de las españolas e indígenas de cierta posición. Hasta las negras y mulatas llegaron a ostentar perlas y plata, además de los más sencillos corales.

Los mulatos de Esmeraldas (1599), óleo del pintor mestizo Andrés Sánchez Gallque, Museo de América. Esta pintura se realizó a fin de obsequiar a Felipe III con una obra que plasmara la exitosa conversión de los cimarrones, esclavos negros fugados o rescatados de naufragios que acababan por convertirse en caciques de comunidades indígenas, auténticos conquistadores negros.
Contrario al arraigado prejuicio de que la vestimenta en aquellos siglos era sobria y aburrida, las fuentes documentales nos muestran que, por el contrario, los novohispanos gustaban mucho de los colores llamativos e incluso estridentes. El boato y el lujo eran importantes al momento de recibir a una nueva autoridad venida de otros lares, pues la primera impresión era la que contaba.
Para el recibimiento de un nuevo virrey, como fue el caso del conde de la Coruña, el cabildo acordó una serie de ropajes que debían llevar sus alcaldes, regidores y corregidores. Se mandaron a hacer 18 ropas francesas de terciopelo carmesí, forrado con tafetán blanco; otro tanto de gorros de terciopelo del mismo color con plumas blancas y amarillas, además de calzas y jubones amarillos a juego con espiguilla de seda, también forrados con tafetán de seda blanca y sendos pares de zapatos y medias de punto y de seda, con terciopelo amarillo. En otra ocasión, para la entrada del virrey marqués, virrey marqués de Villena, a la Ciudad de México, el cabildo acordó que alcaldes, alguacil mayor, regidores y el escribano llevaran ropas rozagantes. Estas eran de terciopelo carmesí, forradas con tela blanca y anaranjada, además de calzón y ropilla de terciopelo liso, forrados con el mismo color. Completaban el atuendo, medias amarillas o anaranjadas, gorras de terciopelo, plumas de colores, ligas con puntas de oro y bolillas bordadas de oro.
La regulación en el vestido y aderezo era tal que, a la solemne entrada del virrey marqués de Villamanrique a la Ciudad de México, el cabildo acordó que incluso el caballo que se le obsequiaría debía ir con silla de terciopelo carmesí, guarnecida de oro, con el estribo y freno dorados.

Alonso Chiguantopa Inga (figura 1).

Marcos Chiguantopa Inga (figura 2).
Alonso Chiguantopa Inga (figura 1) y Marcos Chiguantopa Inga (figura 2) fueron caciques y principales de Guallabamba y Colquepata. Su indumentaria es muestra del sincretismo entre las culturas andina y europea, en el que también destacan los elementos cristianos. Muchos se sorprenderían al ver un cuadro de un andino portando su investidura de Inca y al mismo tiempo sosteniendo una Cruz cristiana. Descendientes incas que portaron el título de sus antepasados y fueron fervientes cristianos, algo clave que nos ayuda a entender el proceso de evangelización en tierras peruanas, el sincretismo religioso y el profundo arraigo que tiene la religión católica en el Perú hasta el día de hoy. Durante el periodo virreinal, los nobles incas cooperaron con la administración española ocupando puestos políticos de relevancia, como alcaldías y alferazgos. Los caciques también mantuvieron su posición de poder, sirviendo como nexo entre el Estado virreinal y el pueblo indígena; estos puestos eran hereditarios. A cambio, la corona española les reservó privilegios dignos de la alta nobleza europea.
Todos los habitantes debían respetar el orden y las jerarquías en el atuendo. La única excepción que permitía subvertir dichas reglas y roles sociales era el carnaval. En ese lapso de celebración desenfrenada se consentía que los hombres utilizaran el atuendo femenino, o que negros y mulatos se disfrazaran de españoles. Se fabricaban incluso ropajes para burlarse de las autoridades (del virrey y la virreina, del rector de la universidad, de los oidores, alcaldes y corregidores).
La moda fue cambiando conforme a los gustos y formas europeas. Avanzado el siglo XVI, se impuso el color negro tan característico de la corte de Felipe II, el cual denotaba elegancia y distinción, pero los colores brillantes permanecieron en el gusto de los novohispanos.
Todavía en el siglo XVII, prevalecían los voluminosos trajes con telas pesadas, de cuello alto, líneas rectas y aires imponentes, que realzaban la apariencia, el prestigio y rango, pero que a la vez ocultaban el cuerpo femenino. Además, se preferían los peinados monumentales. Poco a poco nuevos aderezos y piezas de la indumentaria aparecieron y otros fueron quedando atrás.
A finales del siglo XVII, se acentuaron los escotes cuadrados; se redujo la lechuguilla que llevaría pedrería; desaparecieron las estorbosas e incómodas gorgueras que permitieron peinados bajos y hacia los lados de la cabeza; los mantos se hicieron más ligeros y se popularizaron las mantillas, los mantones y manteos de raso con bordados de oro y plata y forros de diversos colores. Se empezó a usar la falda seccionada o basquiña, que dejaba ver las capas interiores de ropa.
Los sombreros debían elaborarse del color de la lana sin agregarles engrudo, ni goma, ni betún para endurecerlos. Tampoco se les añadía borra, manteca ni aceite. Una vez terminados debían entintarse y, posteriormente, agregar los aderezos fabricados por el gremio de sederos. A los sombrereros se les prohibía adobar prendas viejas para evitar que los sombreros usados se vendieran como nuevos. Entre los distintos modelos se encontraban sombreros para ponerse sobre el bonete de clérigo, otro imperial en color azul, verde, rojo, amarillo y morado, uno más de fraile y otro pardo de fraile franciscano.
Los bonetes y gorras debían ser fabricados por los gremios de gorreros y boneteros. Tal y como lo hemos visto, las ordenanzas regulaban hasta el más mínimo detalle de fabricación y precio. Establecían cuánto debía medir el forro, cómo debía ser la costura y el acabado. Esto con la finalidad de evitar productos defectuosos o hechizos, o que un cliente recibiera gato por liebre.
En cuanto al calzado de uso europeo había pantujos o pantuflos para andar en casa. Se fabricaban en cordobán (piel de cabra) o piel de venado con suela de vaqueta (cuero de ternera). Se usaban también chapines o chancletas de seis corchas de cordobán. Otros modelos eran los de plata, terciopelo y dorados. El adorno de este calzado debía hacerse en las tiendas, pues estaba prohibido ir por las calles y las casas vendiendo o aderezando chapines. No eran iguales a los zapatos, sino una importación asiática que se asemeja a los que conocemos ahora como tacones de plataforma o tacón puente. Debían coserse con hilo de Castilla seco y nuevo. No se permitía el hilo de henequén.
Asimismo, se usaban botines abiertos con hebilla baja, botas, cueras abiertas y alpargatas, que eran el calzado general entre los españoles, pero a falta de cáñamo se permitía su fabricación con algodón, lana o henequén. Aunque la fantasía cinematográfica imagine a Cortés y a sus hombres con hermosas, largas e hirvientes botas de cuero, la realidad es que los conquistadores calzaban las menos glamorosas pero más frescas alpargatas. El calzado indígena llamado cactli consistía en una suela de hilo de henequén cosida de manera tan apretada que quedaba dura como tabla. Se ataban con correas de cuero a los dedos y al talón, sin nada en el empeine. En el caso de los indígenas, los caciques traían los talones pintados y dorados, pero a los macehuales no se les permitían esos arreglos.

Pintura en la que se observa una plaza de una ciudad hispanoamericana del siglo XVII o XVIII.
Fuente:
Ecos de la Nueva España, los siglos perdidos en la historia de México, Úrsula Camba Ludlow, 2022.
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