Descubrieron Europa


El proceso expansivo, que se inició a partir del 12 de octubre de 1492, provocó la europeización de América, pero a largo plazo también la americanización de Europa. Los europeos cambiaron América y los americanos —o al menos lo americano— transformaron Europa. Desde esa señalada fecha, nada fue igual en este planeta, pues se inició un proceso de mundialización donde las mercancías, las ideas, las personas, los animales y hasta los virus circularon a escala planetaria. Y en esa transformación jugaron un papel muy activo los indígenas y los mestizos, pese a que la historiografía tradicional ha tendido a disminuir o infravalorar su protagonismo, quedando fuera de los cánones oficiales del historicismo. Las élites naturales se acomodaron dentro del sistema implantado por el Imperio Habsburgo y jugaron un papel destacado en el nuevo orden. La estructura política quedó hibridada, manteniéndose durante la época virreinal una parte de la organización prehispánica. Sin embargo, no solo pervivieron las élites sino también la masa anónima, que, en la medida de sus posibilidades, trató de obtener los máximos réditos de su condición sobrevenida de indios. En este sentido, la reconstrucción de sus vidas y sus trayectorias implica el reconocimiento de un pasado nunca escrito. Pero ahora se está reconstruyendo la historia indígena.

Escena matrimonial que a mediados del siglo XVIII, compuso el maestro indígena Marcos Zapata. La pintura evidencia la unión de las élites mestizas, criollas e indígenas con los nobles linajes de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier. El cuadro se encuentra en la Iglesia jesuítica de la Transfiguración del Cusco.
La presencia de indígenas en el Viejo Mundo no se limitó a unos pocos que trajeron los primeros descubridores. Muy al contrario, muchos llegaron como personas libres, algunos nobles, pero también diplomáticos, representantes, criados e, incluso, deportados por motivos muy diferentes, como Francisco Tenamaztle o Francisca Pizarro Yupanqui. Llama la atención la presencia en España de tlatoques, cazoncis, pallas, collas, caciques o curacas de muy distintas partes del continente americano. En el caso de los nobles, fueron recibidos, por lo general, con la dignidad que su rango merecía. De hecho, algunos miembros de la actual nobleza titulada son descendientes directos de indígenas y de mestizos. En cambio, en el caso de los esclavos, pocos abandonaron la servidumbre, pasando, en el mejor de los casos, de siervos a criados.
Llegaron varios millares de esclavos, sobre todo en la primera mitad del siglo XVI, aunque el tráfico se prolongó residualemente hasta bien entrado el siglo XVII. Tras la muerte de Isabel la Católica la trata se mantuvo, aunque muy ralentizada, y volvió a crecer entre 1528 y 1542. En buena parte, la legislación a favor de la protección y libertad de los indígenas se expidió como respuesta a las protestas y denuncias de religiosos y laicos. Durante las primeras décadas encontramos leyes en las que se establecía una cosa y, al poco, la contraria, lo que refleja la gran contradicción dialéctica de la Corona, que oscilaba entre el dogmatismo trascendente, influido por religiosos y funcionarios humanistas, y el pragmatismo que imponían las necesidades monetarias. Los monarcas se mostraron siempre dentro de una vital contradicción entre la libertad y la conversión del nativo, acorde con las bulas de donación y con su conciencia cristiana, y la necesidad de explotar la mano de obra para saciar lo recaudado de numerario de su imperio. Hasta mediados del siglo XVI entraron a través del puerto de Sevilla, mientras que, en la segunda mitad de la centuria, lo hicieron a través de Lisboa. En Sevilla, puerto en el que se centralizó todo el comercio y la navegación ultramarina, se concentraron un buen número de nativos, hasta el punto de que en los años cuarenta convivieron en la ciudad dos centenares de ellos, entre esclavos y libres. Por lo general, fueron considerados como personas de menos trabajo que los africanos y, por tanto, menos valiosos desde un punto de vista laboral. Sin embargo, también es cierto que en los documentos se menciona su gran lealtad; quizá por ello, y por su exotismo, su precio de venta solía triplicar al que alcanzaban en el continente americano.
Los primeros meses de residencia en España fueron muy delicados, por la elevadísima mortalidad que padecían. Solía afectarles mucho el traslado dentro del mismo continente americano y, más aún, su desplazamiento al otro lado del océano. El cambio que debían asumir era abismal: un nuevo clima, una nueva cultura, una nueva sociedad y, en definitiva, una nueva forma de vida. Hay infinidad de testimonios sobre las dolencias que sufrieron en territorio europeo, provocadas sobre todo por la diferencia climática —no pocos procedían de zonas cálidas subtropicales— y por el impacto de virus y bacterias. Pero los problemas no fueron exclusivamente epidemiológicos o físicos, sino también psicológicos. Muchos no pudieron asumir en tan breve plazo un cambio tan radical en su forma de vida y en su cosmovisión. Así, por ejemplo, de los indígenas embarcados por Cristóbal Colón a la vuelta de su primer viaje, solo sobrevivieron dos de ellos, que hicieron de intérpretes en la segunda travesía descubridora, aunque por poco tiempo, porque, según Álvarez Chanca, en cuanto pudieron, “huyeron a uña de caballo”.
Una buena parte murió prematuramente en España, otros consiguieron regresar y, finalmente, otros, se integraron en la sociedad española, mestizándose y asimilándose culturalmente. Adoptaron el castellano hasta el punto de que los naturales residentes en la Península nunca necesitaron de traductores en los juicios. Asimismo, todos se convirtieron al cristianismo. Algunos incluso llegaron a desempeñar oficios que requerían una cierta especialización, como sastre, labrador, músico o cocinero. Y otros aún fueron un paso más allá, asumiendo con presteza el sistema jurídico español, que usaron para conseguir beneficios en su favor. Sorprende ver, desde fechas muy tempranas, a indígenas que se mueven como pez en el agua en los tribunales de justicia, disponen de una red clientelar y designan apoderados, procuradores y abogados para que lleven a buen puerto sus reivindicaciones.
Hubo una adaptación a la nueva sociedad que encontraron a miles de kilómetros de sus lugares de origen, pero el proceso de integración fue mucho más lento. Es innegable que existió marginación social, y prueba de ello es que, a diferencia de lo que ocurrió en el Nuevo Mundo, se produjeron muy pocos casamientos mixtos entre españoles e indígenas. Más raros aún fueron los enlaces entre varones indígenas y mujeres españolas. Lo que hubo en su mayor parte fueron amancebamientos. En aquellos núcleos peninsulares donde hubo una colonia mínimamente estable de indígenas se produjo una cierta endogamia. Ello les permitió mantener durante algunas generaciones su diferenciación étnica, e incluso algunos rasgos culturales. Incluso, conocemos la existencia de algunos indígenas libres integrados en la sociedad de distintos pueblos y villas de España. Era el caso de Juan Martín, del que se anotó en los libros sacramentales, como indio mexicano, que vivía en Fuente del Maestre (Badajoz), desposado con Olalla Pérez, con quien tuvo cuatro hijos: Elvira, bautizada el 17 de febrero de 1568, Juan, bautizado el 11 de enero de 1574, Juana, bautizada el 27 de diciembre de 1575, y Juana, bautizada el 21 de enero de 1587. Asimismo, en la villa de Pedroso (Sevilla), en torno a 1640, vivía una indígena, reconocido por todos como tal, llamado Miguel García, que asistió como testigo a un bautizo celebrado en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Consolación de dicha localidad. Algunas familias con rasgos indígenas perduraron hasta el mismo siglo XX en algunas localidades del sur de España. Sin olvidar que actualmente viven en España cientos de descendientes del tlatoani Moctezuma Xocoyotzin y no pocos del Inca Huayna Cápac.
Conocemos la honda huella que provocó el Nuevo Mundo en los españoles por numerosas crónicas y documentos. Sin embargo, no es posible saber actualmente el impacto inverso, es decir, el que generó en los indígenas el Viejo Mundo. Distamos mucho de conocer la presión que les causó, así como el proceso de adaptación a su nueva vida, a qué se dedicaron, qué pensaron, cómo se integraron y con quién o quiénes se relacionaron. No disponemos de testimonios de los propios naturales en los que se refleje el sentimiento que les causó la civilización occidental, a pesar de que muchos de ellos aprendieron castellano. Casi toda la información disponible fue producida por los europeos.
También distamos mucho de disponer de un número ni siquiera aproximado de los que cruzaron el océano, ya que las fuentes son muy fragmentarias. Sigue siendo necesario continuar escudriñando los libros sacramentales y los protocolos notariales históricos de las distintas localidades para ir conociendo el número exacto de efectivos que pisaron tierras europeas, así como su devenir en España. Hace unas décadas se decía que era imposible conocer las cifras del tráfico de esclavos africanos con destino a Hispanoamérica y en la actualidad estamos cerca de conocer una cifra muy aproximada. Por ello, cabe esperar que futuros estudios también nos permitan conocer mejor el número de indígenas que llegaron y su vida al otro lado del océano.
Y para finalizar, querríamos responder a una pregunta: ¿Por qué fueron los europeos los que descubrieron América y no al revés? Simplemente se debía a una cuestión de desarrollo evolutivo. Es innegable que en Europa existía la tecnología naval y para encabezar una empresa ultramarina, mientras que, en América, incluso los pueblos más avanzados no practicaban una navegación oceánica. Desde el siglo XV, Occidente había desarrollado un tipo de embarcación oceánica con tres mástiles, capaz de permanecer varios meses en alta mar, sin recalar en ningún puerto. En Europa se tenía la tecnología para descubrir América y no se daba a la inversa, de ahí que los indígenas descubrieran Europa un poco después, y a bordo siempre de navíos europeos.
Imagen de la cabecera:
Doña Ana María de Loyola Coya Inca, primera marquesa de Santiago de Oropesa y señora del Valle de Yucay, hija de la princesa Beatriz Clara Coya Inca y del Capitán General Martín García Oñez de Loyola. Es conocida por ostentar los títulos nobiliarios por Real Cedula del Rey Felipe III de la Casa de Austria el 1 de marzo de 1614 otorgándole el dominio sobre las tierras de Maras, Yucay, Urubamba y Huayllabamba. Algunos mencionan de ella con asombro al ser una mujer de nobleza indígena con poder y dominio en el imperio español. Autor: Marco-2020, cuadro de Ana María de Loyola Coya Inca.
El Descubrimiento de Europa, Indígenas y mestizos en el Viejo Mundo, Esteban Mira Caballos (2023).
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