El Nacimiento del Chocolate. Virreinato de la Nueva España


La bebida de los dioses: el xocolátl. Este término del que deriva la palabra chocolate proviene del náhuatl, la lengua de los mexicas, y significa agua amarga, lo que refleja su sabor original antes de que se le añadieran azúcares y otros ingredientes. En tiempos prehispánicos el cacao se cultivaba en amplias zonas costeras de Mesoamérica, y era el fruto comercial más importante, además del maíz, pues se vendía en regiones de la actual Centroamérica, desde Honduras hasta el norte de Veracruz; por el Atlántico y desde la desembocadura del río Balsas hasta Huanacaxtle, por la costa del Pacífico.

El chocolate proviene del fruto del árbol de cacao, que crece en la selva tropical de América Central y del Sur (Foto Pexels-Pixabay).
El cacao se preparaba de diversas maneras: disuelto en agua y aromatizado con miel de abeja, vainilla y achiote, además de algunas hierbas y flores. Si se mezclaba con maíz, se le daba el nombre de cacahuapinolli. Se tomaba frío y era una bebida bastante amarga, no empalagosa como la conocemos hoy. Su consumo estaba reservado solo para los varones, por sus propiedades consideradas energéticas, embriagantes y afrodisíacas. Se bebía al final de los banquetes, en la guerra, y se ofrecía a los dioses y en honor de los muertos, en algunas ocasiones.

Para los pueblos mesoamericanos, el cacao tenía un importante valor simbólico, religioso y médico, pero no era una bebida democrática. Medio de comunicación con las deidades y símbolo de estatus, no cualquiera podía ingerirlo, y solo aquellos que habían sobresalido en la guerra, por ejemplo, lo tomaban sin permiso. Tampoco los macehuales (jornaleros), ni las mujeres tenían derecho a beberlo. Así, el resto de la población debía limitarse a consumirlo en ciertas ceremonias. De contravenir la prohibición, podían ser sentenciados a muerte.

Árbol del cacao, en el Códice de Tudela. Museo de América, Madrid.
La importancia de la relación entre la bebida sagrada y los indígenas no pasó desapercibida a los ojos de los conquistadores. Durante la época virreinal, el chocolate se convirtió en uno de los productos más apreciados por todos los novohispanos. Con el correr de los siglos XVI y XVII, poco a poco se fueron agregando nuevos ingredientes antes desconocidos, lo que dio como resultado una infinidad de preparaciones de la bebida. Se le agregó canela, pimienta, anís, avellanas, almendras, huevo, ajonjolí, clavo, nuez moscada, pétalos de rosa o agua de azahar, entre muchas otras. Sin embargo, el ingrediente más importante quizás haya sido el azúcar. Para finales del XVII, la receta más extendida se componía de cacao, canela, achiote, azúcar y vainilla.

Si bien había siete tipos de este fruto, y los más consumidos en Nueva España eran los de El Soconusco, Guayaquil, Caracas y Tabasco, la fecha y el lugar preciso del nacimiento del chocolate se desconocen. El origen se baraja entre Oaxaca, Ciudad Real (hoy San Cristóbal de las Casas, Chiapas) y Guatemala.
La bebida se preparaba varias veces al día en los hogares novohispanos. En los sectores más desfavorecidos se tomaba en la mañana y en la tarde, por considerarse que tenía propiedades digestivas. Para las élites, el consumo era mayor y más frecuente. Había quienes tomaban de tres a seis tazas diarias de chocolate: desayuno, almuerzo, merienda, cena y lo que ocurriera en medio, ya sabemos que la templanza no era la virtud más característica de los novohispanos.
Los palacios de la Ciudad de México tenían un salón chocolatero. Las damas se reunían a comentar ahí los más recientes acontecimientos, en torno a sendas tazas de chocolate y bizcochos, servidos por elegantes criados de librea. Lo tomaban en vajillas de porcelana china o en curiosos cocos repujados en plata, conocidos como cocos chocolateros.

Detalle de: José de Páez, De español y negra, mulato, 1770-1780, óleo sobre cobre.
En el caso de los conventos que también poseían un salón chocolatero, esto se encontraba con frecuencia junto a la enfermería. Esto da cuenta de la cualidad reconfortante y curativa que se atribuía a la popular bebida. Para Francisco Hernández, el protomédico que Felipe II envió a Nueva España con la finalidad de conocer sobre las plantas y los animales de estas tierras, el chocolate era “de gran provecho para tísicos, consumidos y extenuados”. Era tan extendido su consumo que prácticamente se le consideraba un artículo de primera necesidad y las autoridades estaban pendientes de que no surgiera un desabasto o encarecimiento del popular producto.
En esta época, los indígenas pudieron acceder por fin a la bebida sin ningún tipo de restricción, sin importar su procedencia social, mientras que los españoles y las castas aceptaron con entusiasmo y fervor el brebaje, considerado también alimento. Fue tal la afición, que se suscitó una serie de debates teológicos sobre si beber chocolate rompía el ayuno en la Cuaresma, ya que tanto monjas como religiosos lo consumían con glotonería y sin recato alguno en los días de guardar. El Vaticano tuvo que entrar a dirimir el asunto y lo zanjó al concluir que el chocolate no interrumpía el ayuno.
Las mujeres durante la visita a amigas o familiares podían tomarse hasta cuatro tazas de la humeante bebida. El enfermizo apego al chocolate de las novohispanas provocó un severo disgusto al obispo de Chiapas, quien a principios del siglo XVII se declaraba harto y fastidiado de que criados y esclavos interrumpieran a la mitad de la misa, llevando tintineantes bandejas con tazas de chocolate, panes, dulces y confites para alimentar a sus amas. Las patronas se defendían alegando que la misa era demasiado larga y sus débiles estómagos lo resentían, por lo cual les era indispensable tomar una taza de chocolate con su respectivo refrigerio.

Juan de Zurbarán, Desayuno de Chocolate, alrededor de 1640.
Furioso, el obispo prohibió a la feligresía consumir la bebida durante la celebración de la misa. Aquello causó un revuelo entre las mujeres que se negaban a abandonar dicha costumbre. Los ánimos se fueron calentando, el encono aumentando y las cosas complicando. El asunto terminó cuando alguien (no se supo quién) envenenó al furibundo religioso con una taza de espumoso y humeante chocolate, que le arrebató la vida. Probablemente su sucesor, conociendo el triste fin del sacerdote, optó por tolerar el tintineo de charolas, tazas y el masticar de panes, mientras celebraba el oficio divino, a cambio de conservar la vida.

Chocolatera de cobre, bollo y taza de chocolate. Bodegón con servicio de chocolate y bollos de Luis Menéndez (1716-1780). Siglo XVIII. Museo del Prado, Madrid.
Fuente:
Ecos de la Nueva España, los siglos perdidos en la historia de México, Úrsula Camba Ludlow, 2022.


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