Los negros y los de color quebrado

A finales del siglo XVI, en el inmenso territorio de Nueva España que abarcaba más de cuatro millones de kilómetros cuadrados, se calcula que había una población novohispana compuesta por 30 mil españoles y criollos, 25 mil negros y sus descendientes y 3,5 millones de indígenas, aun después de la debacle demográfica sufrida por la guerra, las epidemias y el trabajo forzado. Contrario a lo que se piensa, la presencia de negros y sus descendientes (lobos, coyotes, mulatos y zambos) será constante y visible durante tres siglos.
Traídos en barcos desde Guinea, Angola y el Congo, mediante el asiento (monopolio) portugués, o desde Sevilla, los esclavos se convirtieron en piezas clave del engranaje económico, social y cultural de la América hispánica. Aunque aquí es preciso aclarar que las relaciones de negros y mulatos con el resto de los actores sociales en el mundo virreinal fue muy distinta a la de los actuales Estados Unidos de América. Las imágenes que acuden a nuestra mente cuando se habla de afrodescendientes provienen mayoritariamente del cine y la literatura norteamericanas, como es el caso de La cabaña del tío Tom, El color púrpura, Doce años esclavo, The Green Book, entre otros, que tratan las vidas miserables de esclavos sucios, harapientos, golpeados y vejados constantemente por amos crueles, racistas y malvados.
En efecto, en Estados Unidos los negros no tenían ningún derecho ni personalidad jurídica. Por el contrario, los esclavos en el mundo hispánico, sí la tenían, es decir, podían entablar pleitos, casarse y bautizar a sus hijos. Si estaban casados, podían solicitar a su amo que no los vendiera por separado. También tenían la oportunidad de quejarse si sufrían maltrato por parte de sus amos, si eran heridos o les robaban sus pertenencias, etcétera. Además, los esclavos eran un símbolo de estatus y lo más granado de la sociedad virreinal se hacía acompañar de varios de ellos por las calles de ciudades, villas y pueblos; los vestían elegantemente y los acicalaban, en un despliegue de poder, prestigio y riqueza. Eso no quiere decir que no hubiese casos de crueldad, pero es necesario entender que, para aquellos hombres, un esclavo era un bien costoso, cuyo precio fluctuó, pero que equivalía más o menos al de un caballo. Maltratar indiscriminadamente a un esclavo era atentar contra los bienes propios, dañándolos o dejándolos inservibles.
Las formas de obtener su libertad provenían de una carta de manumisión en la cual el amo o ama establecía que eran libres (con frecuencia lo hacían en su lecho de muerte) o si el esclavo en cuestión ahorraba lo suficiente para comprar su libertad, la de su esposa e hijos, ya que la condición de esclavitud se heredaba por parte de la madre y no del padre.
Por otro lado, los negros tenían prohibido, al igual que los españoles, vivir en los pueblos de indios y debían por lo tanto radicar en las ciudades. Con frecuencia dormían en las cocinas o en el cuarto del amo, en el caso de ser nanas o cocineras. Esa cercanía ocasionó inevitablemente lazos afectivos y vínculos de cariño, lealtad y hasta ternura a la par del recelo y la desconfianza. Nodrizas, cocheros, criadas, mayordomos y capataces eran personas de confianza, que lo mismo hacían mandados, guardaban secretos y cuidaban de los hijos, que conseguían curanderas para recuperara la salud, el amor perdido y los objetos extraviados.
La población afrodescendiente y mestiza irá aumentando con el correr de los siglos hasta convertirse en la segunda más numerosa después de la indígena. Los indígenas debían ser tratados con mayor benignidad que el resto de la población. Con frecuencia, negros y mulatos atajaban a los indios que cada día acudían a la Ciudad de México a vender sus productos y los obligaban a malbaratar sus mercancías para después ellos revenderlas por las calles y quedarse con la ganancia.
Los indios se quejaban de los abusos sufridos. Es el caso de unos indígenas que levantaron una denuncia contra Miguel, un negro esclavo que a fuerza de robarse las piedras de la casa de una pobre viuda, se la había desbaratado. La relación entre nativos, negros y mulatos fue tensa y conflictiva, aunque el mestizaje da cuenta también de los intercambios y vínculos entre los tres grupos a pesar de todas las diferencias.
Con frecuencia jugaban a los dados o baraja en la calle, mientras esperaban a sus amos, lo que llegó a ocasionar pleitos, amenazas, peleas a cuchilladas e incluso muertes que quedaban impunes, ya que los mismos amos (según se quejaban amargamente las autoridades) encubrían los delitos de sus esclavos. También encontramos mulatos que ingresaban a la universidad, como los hermanos Ramírez de Arellano, o mulatas libres que poseían esclavos, como las viudas xalapeñas, Isabel López y Úrsula de Villanueva, quienes otorgaron sendos poderes a dos personas para que pudieran comprar y vender en su nombre terrenos, esclavos y mercancías.
María Núñez y Polonia de Ribas eran a su vez mulatas prósperas que también tenían negocios y esclavos. Polonia incluso dotó con la nada desdeñable cantidad de tres mil pesos en joyas, muebles y ropa a su hija Melchora, cuando ésta se casó.
Por su parte, Josefa Zárate era una mulata viuda que había establecido un hospital para marineros en Veracruz y que vivía de atender partos y curar dolencias.
Los afrodescendientes encontraron diversos cauces para defenderse de las injusticias o enfrentarse a los abusos, por ejemplo, la esclava mulata María Ramírez también acudió a denunciar al sacerdote Miguel de Pedrosa por robarle dos baúles y un escritorio que contenían lanas, paños, camisas bordadas, collares cucharas de plata, vajillas y manteles, entre otros objetos. El sacerdote quiso defenderse diciendo que era mentira que tuviera tantos objetos siendo una esclava y preguntaba que si era verdad que tenía tanto dinero, por qué no había preferido comprar su libertad. A lo que María respondió que su ama la trataba con mucho cariño, le dejaba tener su propio negocio (compraventa de pollo y huevo) y no tenía ninguna necesidad de comprar su libertad.
Vemos así el mosaico étnico, cultural y social al que los españoles estaban habituados, a diferencia del fenómeno anglosajón, en el que los blancos tendían a separarse de otros grupos. En el mundo virreinal no existía una prohibición racial expresa para no cruzar las barreras sociales, y a pesar de que estaba prohibido sostener relaciones sexuales fuera del matrimonio, la realidad del mestizaje nos muestra que, en la práctica, la disposición nunca se respetó del todo.
Fuente: Ecos de la Nueva España. Los siglos perdidos en la historia de México. Úrsula Camba Ludlow, 2022.